Parapolítica y paraguerrilla

Desde La Habana los jefes guerrilleros envían mensajes tipo ultimátum.

Es el mundo al revés en el que los representantes del Gobierno Nacional y del Estado colombiano renuncian de hecho a la supremacía moral.

No son exigencias de cualquier naturaleza y muchas de ellas han sido incorporadas de a pocos en los acuerdos previos. Es parte de una vieja estrategia de los comunistas consistente en acrecentar sus demandas en la medida en que la “contraparte” les hace concesiones. Así, mientras van ensanchando el costal dilatan las negociaciones, esgrimen un poder inflado y cansan a sus contradictores con sus monsergas.

En esta ocasión me referiré al problema de erradicación del paramilitarismo, condicionamiento “sine qua non” para firmar la paz, o para decirlo en palabras del filósofo Sergio Jaramillo “el fin del conflicto” ya que la paz según este negociador tardará diez años.

¿A qué, a quiénes y en qué términos se refieren los jefes guerrilleros en su insistente requerimiento? ¿De dónde proviene ese recurso de última hora y con qué fines sacan esa carta con amenaza incluida?

Basta leer las columnas y escuchar las declaraciones de quienes en programas de radio y televisión avalan, en nombre del bien supremo de la paz, todas las posiciones asumidas por ellos. Los más cercanos ideológicamente hablando, nunca han aceptado que el paramilitarismo fue desactivado y desmovilizado durante el mandato de Álvaro Uribe en condiciones mucho más favorable para la Justicia y la institucionalidad comparado con lo firmado en La Habana. Otros alegan que el paramilitarismo ha renacido, que es producto de una estrategia del Estado y un peligro para las guerrillas una vez se desmovilicen.

Resulta evidente que la retórica agrandadora del poder de esas organizaciones y que las concibe en igual funcionalidad a la del pasado, es una artimaña para dilatar la firma del acuerdo final. Ellos se refieren a varios grupos ilegales que se han caracterizado por sus acciones de tipo delincuencial entre los cuales destacan el de los mal llamados “urabeños” o “clan de los Usuga” autodenominados Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

El tinglado incluye denuncias de amenazas, en especial contra una de sus más visibles e incondicionales aliadas, el inicio de una nueva contabilidad de “asesinatos” de defensores de derechos humanos y líderes sociales, etc, etc. Una película ya proyectada en El Caguán.

Ahí se inspira la exigencia irrenunciable de que si no se desactiva, elimina o extirpa el paramilitarismo, no habrá firma de la paz. El Gobierno Nacional responde sin mayor convicción que no le va a reconocer tal estatus a unos grupos que se caracterizan por su accionar delincuencial.

En el impase que puede hacer fracasar ya casi cuatro años de conversaciones o alargarlas otros dos o tres más, se puede advertir la existencia de un doble rasero moral, a saber, que el Estado colombiano debe negociar con unos grupos armados irregulares y con otros no. Con los primeros porque alegan motivos políticos, supuestamente de tipo altruista, con los otros no, porque simple y llanamente son unos pillos.

En concordancia con tal desatino, los colombianos tendríamos que aceptar que entre los grupos armados irregulares que le han hecho daño a la sociedad, a las comunidades, a las instituciones, que han masacrado población civil, secuestrado miles de personas, extorsionado, afectado en grado elevado la infraestructura nacional, que han cometido asesinatos y magnicidios, en suma, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, hay unos, las guerrillas, cuyos crímenes son de buena familia, tienen la justicia y la moral de su parte y que por tanto no tienen nada de qué arrepentirse ni a nadie a quien reparar. Mientras que hay otros grupos ilegales, puros criminales, que no merecen trato político sino cárcel y persecución sin atenuantes.

Y esa burda taxonomía de la violencia es la que ha facilitado que circule sin dolor por nuestras venas y vasos capilares la confusión entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Ilustro el asunto: el Estado colombiano investigó, judicializó y penalizó (sí, con penas de cárcel ejemplares) a un número importante de dirigentes políticos y funcionarios de provincia y del centro por sus nexos, compromisos, complicidades y simpatías con los grupos paramilitares. Ese fue un hecho político constatable conocido como la “parapolítica”.

Pero, para el lado contrario, en expectativa del principio de igual trato a problemas similares, se esperó y nunca se hizo realidad. Los amigos, los aliados, los cercanos, los que visitaban los campamentos guerrilleros, los que hacen proselitismo en favor de la lucha armada, los infiltrados en ONG supuestamente humanitarias, en sindicatos, en el Congreso, y en muchas otras asociaciones, instancias e instituciones, es decir, todo ese parapeto que podría llamarse la “paraguerrilla”, también denominada “frente civil” o “quinta columna” de las guerrillas, no han recibido un trato igual.

Para cancelar tal asimetría moral de consecuencias jurídicas pavorosas, lo lógico es que si las guerrillas creen en la amenaza paramilitar inviten a la mesa de negociaciones a sus pares.

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