Autonomía judicial o inmunidad

Para la Corte Constitucional erigir un sistema de investigación y juzgamiento de altos funcionarios con fuero atenta contra la separación de poderes. Otra vez asume papel constituyente.

Desde que el pasado mes de junio la Corte Constitucional tumbó la creación del nuevo Gobierno Judicial, creado por iniciativa del gobierno Santos y de sus mayorías en el Congreso, se sabía que la caída de otros componentes de la reforma judicial, entre ellos en lugar destacado el Tribunal de Aforados, sería cuestión de días.

Si bien el país tenía suficientes muestras de la inoperatividad de la Comisión de Acusación e Investigación de la Cámara de Representantes, encargada de investigar a los altos funcionarios del Estado provistos de fuero constitucional, el poder político no tenía entre sus prioridades cambiar ese sistema que, de forma cada vez más notoria, proveía una capa de impunidad al ejercicio funcional de los altos cargos.

Llegó un momento, no obstante, en que hasta para el Poder Ejecutivo y el mismo Congreso, el desarreglo institucional que implicaba una célula inoperante y las nocivas consecuencias que para el normal funcionamiento de los poderes públicos y el control democrático tenía ese régimen de impunidad, que decidieron abordar la creación de una instancia distinta que investigara y eventualmente juzgara conductas delictivas o indignas de funcionarios tales como magistrados de altas cortes o el fiscal general de la Nación.

La reforma constitucional se aprobó con no pocos tropiezos y con falencias de técnica legislativa. No obstante, en el caso puntual del Tribunal de Aforados, había elementos rescatables que hacían guardar algo de esperanza en que algún órgano, por fin, iba a poner dique a la garantía de irresponsabilidad jurídica y política que, de hecho, ofrecía la inactividad de la Comisión de Acusación e Investigación.

Pero la posibilidad de que se creara una instancia de investigación y acusación fue asumida por altos dignatarios del poder judicial como un ataque personal. Para oponerse estuvo presto el entonces fiscal general Eduardo Montealegre, quien comparó esa reforma constitucional con un nuevo ataque al Palacio de Justicia y llamó a los funcionarios judiciales a “salir a las calles” para que rechazaran la reforma. El argumento era que vulneraba el equilibrio de poderes, pero la realidad indicaba que se buscaba un seguro contra investigaciones por conductas reveladas al mismo tiempo por muy cuestionables actuaciones en la Fiscalía.

Dice entonces ahora la Corte Constitucional, y corte constituyente, que el Tribunal de Aforados sustituye un eje definitorio de la Constitución de 1991, que es el de la “separación de poderes y autonomía e independencia judicial”. En el comunicado emitido esta semana (la sentencia definitiva no se conoce) los magistrados de la Corte invocan con vehemencia la autonomía judicial que, en sus palabras, veda cualquier intento de establecer un tribunal o instancia que pueda investigarlos. Eso, dicen en el fondo, es atentar contra su independencia. Pero lo que se puede ver con una lectura atenta es que bajo ese discurso hay otro subyacente pero muy claro: la autonomía equivale a intocabilidad para los funcionarios judiciales con fuero. La autonomía conlleva inmunidad.

La Constitución de 1991 encomienda a la Corte Constitucional la “guarda de la integridad y supremacía” de la Carta Política. La Corte interpretó esto como ser ella misma incontrolable, con capacidad de sustituir poder constituyente primario y derivado. Su veto a cualquier cosa que considere “sustitución de la Constitución” es un alarde de poder constituyente, que la Constitución no le concede.

Queda por ver si el Acto Legislativo mediante el cual se incorporarán a la Constitución y a su bloque de constitucionalidad los acuerdos con las Farc, instituyendo una justicia espacial para sus miembros y dejando la ordinaria para el resto de colombianos, será considerado por la Corte Constitucional como sustitución de los ejes de la Carta Política que instituyen la igualdad ante la ley.

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