Paz: ni perfecta ni mal hecha

Está instalada en el imaginario de una porción de la población colombiana la idea de que tuvimos una guerra de 52 años.

Esta lectura, que constituye un triunfo de las guerrillas comunistas, tiene eximios representantes en el mundo académico. Sobre esta apreciación equívoca se fundamenta la política de paz del actual gobierno desde la cual se le reconoció a un “actor” de esa “guerra” la calidad de contraparte del Estado.

Dicha hipótesis da por hecho que lo vivido tiene ribetes de una guerra y se niega a reconocer que el fenómeno no alcanzó los niveles de conflagración y de división de la sociedad que se consideran necesarios para calificarlo como tal. Se sostiene, además, que esta “guerra” es consecuencia de “una paz mal hecha”, la del Frente Nacional, y de la no resolución del problema agrario.

Los intelectuales de las guerrillas sostienen que ellas nacieron como consecuencia de la “paz mal hecha” entre liberales y conservadores en Benidorm y en Sitges de la que surgió el Frente Nacional, mal hecha porque no resolvió el problema de la tierra dando por verdad que ese habría sido el fundamento de la Violencia, tesis no demostrada, y porque ese régimen fue excluyente con otras fuerzas políticas, que por lo demás o no existían o eran insignificantes en 1957.

Me parece importante traer a colación una carta dirigida al presidente Alberto Lleras Camargo por los jefes guerrilleros comunistas Manuel Marulanda Vélez y Ciro Castaño en septiembre de 1958. En ella le manifestaron su apoyo a la paz que se iniciaba y ofrecían su ayuda para combatir el crimen y el abigeato: “no estamos interesados en luchas armadas y estamos dispuestos a colaborar en todo lo que esté a nuestro alcance con la empresa de pacificación…”  Más adelante insistían en que “no existe razón alguna para la resistencia armada” y que en adelante “continuaremos obedeciendo a las autoridades legítimamente constituidas y las leyes…” (Véase de Gonzalo Sánchez, Ensayos de historia social y política del sigloXX, El Áncora Editores, 1984, pag. 272)

Este documento indica que la lectura del conflicto a la que estamos aludiendo, sufrió un cambio que sirvió para justificar el “alzamiento armado” en 1964, pues la paz, según la misiva de “Tirofijo” y compañía, no dependía de la resolución de lo que muchos académicos llaman el problema agrario o la distribución de la tierra y que la paz del Frente Nacional fue recibida de muy buenas maneras.

Cabría preguntar, entonces, utilizando la lógica de los defensores de la nueva lectura ¿si la “paz mal hecha y excluyente” del Frente Nacional dio origen a “la violencia revolucionaria” en 1964, por qué la que se va a firmar hoy con una de las guerrillas, con exclusión de otras (p.e. ELN) y de otros grupos armados irregulares (Bacrim) y de más del 50 por ciento de la población que no está de acuerdo con una paz basada en la impunidad, no dará lugar a nuevas violencias?

Por supuesto, si les otorgamos la razón histórica y moral a quienes intentaron, infructuosamente, levantar el “pueblo en armas contra el régimen opresor”, estaría justificado, como dan a entender los partidarios de la idea de las “causas objetivas”, que con tal de que no nos sigan matando, secuestrando, extorsionando o atentando contra la infraestructura nacional ni reclutando niños ni violando mujeres ni destruyendo pueblos y villorrios miserables, vale la pena aceptar lo inaceptable.

Es decir se validaría el chantaje contenido en el amenazante dilema “si no firmamos en los términos de la guerrilla tendremos medio siglo más de guerra”,  que es como estar sufriendo un atraco en el que te ponen un cuchillo en la aorta, te obligan a entregar todos tus bienes, abusan de tus seres queridos, y luego, con la promesa de “no hacerte más daño” y “respetar” tu vida, a cambio de que no interpongas denuncia, te dejan “libre”. Y el ofendido, víctima del síndrome de Estocolmo, te abraza y agradece tu gesto “altruista y humanitario”.

Estamos de acuerdo en que no debemos aspirar a una paz perfecta, quienes piensan que los críticos del actual proceso queremos, a toda costa, una paz perfecta, están muy equivocados. La idea no es levantarse de la mesa sino intentar su reorientación, de tal forma que el Estado y el Gobierno no otorguen garantías y prebendas por temor al chantaje de una nueva guerra de medio siglo.

De lo que se trata es de no poner en riesgo las columnas institucionales de la sociedad, es decir, destruir la casa para que sea reconstruida quién sabe cómo. Se acepta la Justicia Transicional pero no la sustitución de nuestras Cortes por espurios aparatos. Es aceptable que el Estado distribuya tierras en zonas conflictivas pero sin que se afecten los tenedores de buena fe. Se puede, incluso, otorgar algunas curules nacionales y locales por una vez siempre y cuando no recaigan en responsables de crímenes atroces, y así, en otros puntos se puede dar un giro razonable, no para firmar una “paz perfecta”, pero sí para evitar una paz “mal hecha”.

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