Fanatismo y marrullas

No permitamos que el fanatismo se apodere de la política de un país, amenazado por la ilegalidad, que necesita construir un mejor futuro.

Voltaire fue uno de esos pensadores que sobresalieron por la defensa contundente de sus ideas y por enfrentar la más vulgar de las actitudes humanas: el fanatismo.

Su ensayo sobre la tolerancia sigue siendo referente y nos permite reflexionar sobre el grave daño que le hace a la sociedad esa actitud rastrera, perfumada de villanía, que utilizan los fanáticos para imponer su visión del mundo.

El fanatismo se vale de las peores armas para moverse en la sociedad. Apela al odio, a la estigmatización, a las falsedades, a la mentira repetida con intensión de confundir. El fanático es un ser cuyo ánimo de construir teorías conspirativas distorsiona la realidad, siembra temor para mutarlo hacia el odio y apela a la conexión sistemática de argumentos incoherentes para darle forma a sus ataques.

No podemos dejar que el fanatismo se apodere del debate político en Colombia. Dejar que esta expresión tome fuerza es sembrar la semilla de la misma violencia que desenfrenó odios sin fundamento en nombre de trapos rojos y azules. Permitir su ascenso es sembrar un ambiente donde la diatriba esquizofrénica acelerada por las redes sociales desenfrena sentimientos de bajeza que destruyen la esencia de la política.

¿Está lejos de nosotros en el fanatismo? No. Hoy vemos fanáticos apelando a términos peyorativos para ubicar ideológicamente a quienes atacan, buscan falsedades para sembrar la duda sobre las personas y cabalgan sobre sus mediocres extremismos para imponer su credo. Usan las herramientas digitales, la adaptación parcial de expresiones sin contexto y lanzan sus miserables dardos.

Lo grave de esta especie que asoma sus narices es que pueden ser empleados como idiotas útiles o correveidiles de algunos para diseminar la destrucción moral, inclusive ufanándose de llamar la utilización de los fanáticos, como la configuración la “rumorología”. Esa combinación de fanatismo y marrullas politiqueras no es otra cosa que una terrible materialización de la putrefacción moral.

¿Podemos hacerle frente a este matrimonio pestilente? Si. Practicando una política honesta, de ideas, de rigor académico, de sensatez, de respeto por el otro, de argumentación lógica, de construir consensos y respeto por la legalidad. Por eso, los colombianos debemos exigir que la nueva temporada electoral que se inicia censure la guerra sucia, los sicarios morales y las descalificaciones premeditadas. Nos merecemos una política limpia y no podemos desfallecer en ello, porque validar la marrulla y el fanatismo es permitir el triunfo de la inmoralidad.

Nos merecemos una política dominada por una verdadera democracia, con una amplia participación profunda de los ciudadanos. Necesitamos un ambiente de amplio debate de ideas, de planes de gobierno, de visiones de país; y no los trueques de avales y favores que construyeron perniciosas microempresas electorales o esculpieron los monumentos a los gamonales que sembraron el dolor de millones de ciudadanos.

Voltaire solía decir: “El fanatismo es a la superstición lo que el arrebato es a la fiebre, o lo que la rabia es a la cólera”. No permitamos que se apodere de la política de un país, amenazado por la ilegalidad, que necesita construir un mejor futuro.

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