De la que nos salvamos

Produce no solo descanso y confianza en los mercados, en los negocios y en los inversionistas que crean riqueza y trabajo el triunfo de Iván Duque, sino serenidad en la comunidad la derrota del populismo. La amenaza de la extrema izquierda -tan nociva como la extrema derecha- era, si no evidente, sí amenazante por la demagogia desatada y por las fisuras que muestra un establecimiento que no ha sido capaz de introducir reformas sustantivas para modelar una sociedad más incluyente y equitativa.

Le faltó grandeza a Gustavo Petro para admitir su derrota. Su discurso en la noche del domingo fue producto del rencor y del sectarismo. Agresivo y provocador. Amenazó con movilizaciones populares, jerga y acción de los revolucionarios marxistas. La amargura de su intervención fue el apasionado desahogo de sus frustraciones.

Con la derrota de Petro -que deja a la nación, por ahora, libre de temerarias rupturas institucionales, así como huérfano al sindicato madurista del vecindario y coja la cofradía del socialismo siglo XXI-, el país adquiere serios como inaplazables compromisos para evitar que en cuatro años se reviva toda posibilidad de entrar en las ligas de la extrema izquierda. La alta votación petrista obliga al nuevo gobierno a impulsar, desde el arranque de su gestión, aquellos cambios que no han podido consagrar los mandatos presidenciales.

Este es ya un país divorciado del duopolio de los desgastados y deshonrados partidos tradicionales. De una opinión pública que poco sigue sus pautas hueras y anacrónicas. Es ahora un país con vocación de meterse en el mundo de la modernidad, de la ciencia, la tecnología, la innovación. Que entiende que no es hora de placenteros devaneos mentales, sino de concretar y desarrollar vitalidad, energía, decisión para enfrentar las desigualdades sociales, las impunidades en la aplicación de justicia, las arbitrariedades tributarias, la corrupción, la violencia. Ya es el momento, con un presidente joven, inteligente, transparente como Duque, de contradecir la sentencia gatopardiana de que “todo cambie para que todo siga igual”.

El país espera audaces transformaciones que desde hace mucho tiempo están en lista de espera. Desentumecer la administración pública de su reuma profundo. No se pueden congelar más aquellos cambios que paralizados generan, como ahora, ocho millones que en gran proporción votaron engatusados por el populismo y cayeron en la red de vendedores de ilusiones y de espejismos.

Iván Duque tiene agenda propia. Sabe las prioridades para acometer y trazar la ruta de su gestión. Llega suelto de toda componenda politiquera. No hizo compromisos burocráticos ni programáticos con manzanillos y arribistas que aspiraron arroparse con su victoria.

Opinamos que al recibir el gobierno, debe hacer un corte de cuentas con el mandato manirroto de Santos. Levantar una estricta contabilidad en lo fiscal, en lo financiero, en la deuda pública interna y externa, en la pensional, para saber qué recibe y qué terapias debe aplicar para evitar más desorden y caos.

Iván Duque, sin colocar espejos retrovisores revanchistas, sí debe protocolizar actas específicas para que no quede impune la laxitud en el manejo ético y errático de los recursos del régimen santista, otro de los grandes derrotados en la jornada electoral del domingo.

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